Hay
tradiciones de diferentes lugares del mundo donde a los jóvenes los mandan
solos a las montañas a enfrentarse con sus miedos, cuando regresan después de varios días, están
preparados para la vida de adultos. La Vieja, la chamana, esa, la que Sabe y
que habita en mí me mandó a mi propio rito cuando era joven. Tenía veintitrés
años, un hijo de uno, todo el dolor reciente de la separación con su padre y un
dolor más antiguo y profundo, el de la sensación de estar perdida, de haber
perdido el rumbo o de no haberlo tenido nunca. Nada parecía tener sentido.
Tenía un hijo precioso de ojitos alegres que había sido lo más hermoso que me
había dado la vida con lo que al hecho de sentirme mal, se le sumaba la culpa
de no sentirme lo dichosa y agradecida que debería.
Podía
haberme dado por cualquier cosa pero me dio por echarme a la montaña a caminar.
Me propuse bajar el barranco de Ijuana, situado en el interior del Parque
natural de Anaga. Una zona muy escarpada de difícil accesibilidad con unas
vistas tan impresionantes que te hacen sentir más cerca del cielo inmenso y a
la vez parte de todo. Cogí a mis dos perros, algo de comida, pan, queso,
aguacate, fruta, frutos secos, agua…un saco de dormir y me eché a andar.
Conocía el camino, ya lo había hecho antes. Durante las casi tres horas que
empleé en bajar mi mente estaba ocupada en el descenso, así que me sentía
tranquila y casi feliz. Me había tropezado con la cabrera que estaba cuidando
de sus cabras y había compartido queso fresco conmigo… La naturaleza salvaje
del lugar, el ejercicio… el estar ocupada buscando por donde seguir a
continuación me hacían sentir extrañamente tranquila. El barranco va a dar a
una playa preciosa de arena negra y mientras la luz del día aún brillaba,
disfruté de estar ahí, pero la noche se echó sobre mí. Ya estaba allí, sola,
completamente sola con mis perros… ¿Y ahora qué? La llegada de la noche abrió
la puerta a todos los fantasmas que salieron sigilosos y se abalanzaron sobre
mí. De repente me invadió el cansancio, un cansancio profundo. No era un
cansancio físico, no tenía nada que ver con la caminata, era profundo, antiguo
y lejano que había venido a visitarme desde lejos. El impulso de muerte se
mostró en todo su esplendor. El sentimiento de no querer estar aquí, de cansada
de estar aquí, cansada de vivir, cansada de luchar, cansada de mí… la vida
entonces creía que era una lucha, ¿cómo no iba a estar cansada? ¿Cómo no me iba
a querer morir?
Hoy
tengo herramientas para entender qué era lo que me pasaba para poder ponerlo en
palabras pero en ese momento solo sentía que no tenía fuerzas y me quería morir
y tuve miedo, ¿Y si cuando llegara la mañana no tenía fuerzas para subir?
Ese
día aprendí que el impulso de vida es más fuerte que el impulso de muerte y por
eso estamos aquí. Que el cansancio es temporal, que no hay mal que cien años
dure y que cuando te sumerges en la emoción y no la esquivas, sale el dolor, el
dolor profundo activado por algo que ocurrió ahora en tu presente… y el alma
más fuerte, más sabia, más perfecta y amorosa que todo lo que nos podamos
imaginar emerge y recobra su poder. La energía que no fluía porque estaba
estancada vuelve a fluir y que ese estado de amor y alegría y fuerza y dicha es
nuestro estado natural y que ahí volvemos una y otra vez.
Me
dormí, a pesar de todo dormí bien. ¿Qué caminos habrán recorrido mis sueños esa
noche?
Al día siguiente, después de unos baños en el mar y desayunar algo comencé a subir. Y
subiendo, me enrisqué, me perdí. Ahora si estaba perdida de verdad. De repente no había
camino y me vi en medio del risco sin saber por donde seguir, ni para arriba ni
para abajo, los perros lloraban a mis pies.
- No,
por favor, no me hagan esto ahora. Busquen el camino.
Y
fue entonces, cuando nada parecía tener sentido y me sentía sin fuerzas para
seguir, que del fondo de mí, de algún lugar donde estaban escondidas, salieron
las ganas de vivir y eran fuertes y eran grandes y brotaba de mí el impulso de vida.
Este impulso me sacó de allí, el enfrentarme al peligro me hizo afirmar la vida
verdadera. De repente todo lo que deseaba, lo único que deseaba, era encontrar el camino, salir del
barranco, llegar al coche y vivir. Fue en ese momento que sentí que vivir era
lo único que necesitaba.
Cuando
por fin apareció el camino me sentía ligera, avanzaba feliz, siempre me venía
una imagen cuando pensaba en ese momento y era la de caperucita alegre por el
bosque con su cestita y sus flores a visitar a la abuelita. Así me sentía
feliz, alegre, ligera, juguetona. Había descendido a lo más profundo, para
encontrarme, para enfrentarme a mis miedos y siempre que salimos a encontrarnos,
el universo entero se alegra y volvemos a conectar con toda la magia, con toda
la maravilla…
La
depresión, la falta de energía no es nuestro estado natural. Ahí está pasando
algo importante. Es la presión que está ejerciendo el alma para que abandonemos
todas las máscaras. En nuestra sociedad está mal vista, se niega, se escapa de
ella con estimulantes, drogas, alcohol, ansiolíticos… con lo que la potenciamos
aún más. Algo te está intentando parar para que mires para adentro y te
encuentres y más haces por escaparte de lo que sientes y por tanto de ti mismo.
Aparentemente está todo controlado pero adentro una inquietud no te deja dormir
bien, te llena de angustia, de dolores, te enfermas…
Si
nos sumergimos en la emoción y dejamos salir lo que está intentando salir,
podemos estar seguros de que saldremos de nuevo a flote renovados. La fuerza,
sentirnos llenos de energía, la alegría… ese es nuestro estado natural. Si no
estamos ahí habremos perdido la concentración al menos momentáneamente. Debemos
recuperar la concentración cuando se ha perdido, recordar que amor es lo que somos y que no hay camino a la felicidad, que la
felicidad es el camino.
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